Consumida por la escena de la arena, Caiatl se había olvidado del chiddik que tenía entre las manos mientras su joven cuerpo imitaba lo que pasaba ante sus ojos. El accesorio viviente gritó y saltó hacia las baldosas. Con huesos o sin ellos, no le gustó que le retorcieran el cuello.

"Cuidado, pequeña", protestó su padre detrás de una humarada de vino. "Tu chiddik fue criado por miles de generaciones para complementar tu túnica. Recógelo".

"¿Para qué? Es un estorbo".

"Una princesa debe cumplir su propósito como cualquier otra bestia. Cuando la túnica te quede pequeña, podrás hacer lo que quieras con el chiddik. Comértelo, si quieres. Están deliciosos hervidos en vino, con hierbas amargas. Pero, por ahora…".

"Sí, padre", se apresuró a decir, pero sus ojos ya vagaban hacia la arena roja de abajo. Ghaul alzó la cabeza desgarrada, no cortada, del cuerpo de su rival y la dirigió al palco imperial. El guerrero temblaba con pasión y triunfo.

"Tu destreza nos complace, gladiador". Calus se levantó. "Cenarás esta noche con nosotros".

Entonces, Caiatl comprendió que Ghaul nunca se pondría un ridículo chiddik para una cena. A él no le interesaba un accesorio frágil cuyo almizcle, gorjeos y colas centelleantes alardeaban de su posición. No había necesitado aprender los gestos sutiles para invocar a un sirviente que limpiara la orina de la criatura sin llamar la atención. Sus manos habían aprendido a dirigir espadas, no cloacistas.

Recogió al tembloroso animal con manos odiosas. Por un momento, lo apretó con demasiada fuerza. La criatura se retorció asustada, luchando por respirar, pero ella lo soltó. La bestia no tenía la culpa por su lugar en el mundo, al igual que ella.

Pero a diferencia del chiddik, ella podía crearse un nuevo propósito.