Capítulo 3

"¡Mara!", grita el luchador con regocijo, y un puñetazo le hace callar contundentemente. Es un golpe muy bueno, un gancho atronador hasta el extremo de la mandíbula. Mara oye el crujir de los dientes al chocar unos contra otros atravesando la carne y haciendo trizas las encías. Se encoge en silenciosa simpatía. Él pierde el agarre del estante de equipamiento y cae de golpe a la gravedad cero en un gran arco de sangre. Su rival va a por el golpe de gracia, lanza una fuerte patada y le da en el estómago como un torpedo humano. Ambos salen disparados hacia la zona de muerte pintada en el suelo.

Uldwyn dirige una sonrisa rota a Mara por encima del hombro de su rival. Está luchando contra una mujer grande y brutal de Operaciones de Gravedad, una mujer a la que le han quitado los genes de la miostatina para que se hinche como una bestia. Uldwyn no tiene ninguna oportunidad. Aceptó el combate por la misma razón por la que quería unirse a la expedición Amrita: se mide a sí mismo por la valentía de sus derrotas. Por las derrotas a las que es capaz de sobrevivir.

Aplica un estrangulamiento. Es el movimiento correcto, pero da igual. La mujer gime, se aturde, pierde las fuerzas… pero Uldwyn no logra escapar del efecto de la poderosa inercia de su rival antes de tocar la zona de muerte. Suena la campana. Uldwyn gruñe mientras su duro cuerpo desacelera toda la masa de su rival a la fuerza. Los acontecimientos han tomado impulso, y él se ha puesto en medio.

"¿Qué has perdido?", le pregunta Mara.

Él permanece allí jadeando y sonriendo, soltando esferas de sangre perfectamente redondas. "Me alegro de verte dentro. ¿Qué te ha traído aquí?".

Ella y su mellizo nunca responden las preguntas del otro directamente. A Mara le parece bien, porque siente que las palabras son un sistema de encriptación muy malo, y que si de verdad quieres comunicarte con alguien, debes desarrollar tu propio criptosistema especial de persona a persona. La comunicación ideal, cree Mara, sería indescifrable para cualquiera excepto para la persona a la que se dirige, e incluso entonces, solo si ella sabe que eres tú quien habla.

"Te he traído unas imágenes", dice, apartando a la grandullona de su hermano y suscitando un vago "Ah, hola, Mara". "Capturas completas sensoriales. Puedes cambiarlas por las piezas que necesito".

Uldwyn ayuda a la mujer grande a ponerse en vertical, pero se queda mirando fijamente a Mara. No porque le disguste la idea de ayudarla (siempre le ha gustado negociar, regatear, buscarse la vida), sino porque sabe qué clase de mercado negro quiere estas capturas. "¿A qué distancia del casco las tomaste?".

¿A qué distancia? A toda la distancia posible. Están en gravedad cero porque la Yang Liwei apagó los motores para un ciclo de inspección. De modo que, mientras Uldwyn se metía en competiciones de combate, Mara activaba el escudo delantero de la Yang Liwei y avanzaba diez kilómetros en el puro vacío, atada solo con una cuerda molecular fina como un hilo. Ordenó al citogel del traje que le envolviera el rostro. Entonces, y solo entonces, anuló todos los sistemas de comprobación de su traje blando y le dio orden de recogerse en modo de almacenamiento.

El traje se peló como si fuera la cáscara de una fruta y ella quedó a la deriva en el duro vacío.

El vacío le hervía el agua de la piel. Su cuerpo se hinchó con la presión no contenida hasta que el traje interior lo obligó a detenerse. El citogel, alarmado, le bajaba arrastrándose por la garganta, siseando oxígeno de emergencia: no era suficiente. Su piel se azuló con la cianosis. Estaba bañada en la más profunda vacuidad.

Lo registró todo a nivel neural. La exquisita oscuridad. El sentido de la fatal independencia de todas las cosas. Hay quienes darían cualquier cosa por sentir ese vacío.

"No puedes seguir haciendo esto", se queja Uldwyn, mientras la mujer grande se queda mirando a Mara asombrada. "Matarás a mamá de un disgusto".