Capítulo 21

Partimos para, como él diría, "desafiar lo desconocido". Su misión era convertirse en leyenda, asesinar bestias y conquistar tierras inhóspitas. Era una misión honorable… aunque, en última instancia, errónea. No, no en última instancia. Mucho antes.

Los fallos de su ambición se hicieron evidentes poco después de que cruzáramos el pantano occidental. Al principio, me tomé sus delirios de grandeza como parte de un entusiasmo desmedido; agresiones frívolas sin consecuencias, una forma de perfeccionar su objetivo y habilidades de cara a los peligros que estaban por venir. Pero pronto, demasiado pronto, me di cuenta de que su mente no percibía la realidad. Su imaginación lo guiaba, casi se podría decir que lo arrastraba.

Donde cualquiera habría visto una deteriorada grúa de la antigüedad —con su brazo caído rechinando por la brisa—, él veía un demonio, y en la estridente oscilación que generaba el metal, él oía el famélico aullido de un monstruo.

Había hablado largo y tendido sobre sus aventuras del pasado. "Soy una anomalía", solía sentenciar, "el guardián solitario cuyo pasado llama a la verdad, cuya historia hace de guía".

Solía hablar de esa vida exánime con una pasión y una cantidad de detalles que quería creerlo… y lo hice.

Pero conforme arremetía contra la cubierta de la grúa —deteriorada por el paso del tiempo—, me di cuenta de una certeza que me había perseguido desde la talla de Bosques Maliciosos, hace algunos meses: estaba loco. Su mente, inestable. Sus verdades, sin fundamento y sin ningún vínculo con la realidad.

Había dado nombre al bosque al igual que se lo había dado a las Colinas Aullantes, a la Fisura del Hombre Muerto, al Laberinto de la Arpía… Todos eran paisajes mundanos señalados como peligros que debían conquistarse, enemigos que asesinar… mientras él tejía una historia heroica sobre su propia grandeza, para mí no eran más que divagaciones.

En las Colinas, asesinó lobos a los que llamaba Perros Infernales; en la Fisura, quemó los restos de unos supervivientes que llevaban tiempo muertos, los llamó Caminantes del Rey Nigromante; en el Laberinto, ocultó sus pisadas de modo que la Madre Pétrea no pudiera, y no pudo, seguirlo.

Hizo todas aquellas cosas y ninguna, pues nada era cierto fuera de su mente tergiversada: los lobos eran simples animales rabiosos; los huesos no suponían amenaza, tan solo un recordatorio de lo que habíamos perdido; el laberinto, un simple desfiladero con una entrada y una salida en línea recta.

Conforme la grúa se desplomaba y mi guardián ejecutaba su "golpe de gracia", este empezó a reír y se giró hacia mí. Sus ojos… se notaba que estaba ido, de aquel a quien había devuelto a la vida después de todos esos ciclos, solo quedaba una cáscara vacía colmada de demencia.

No sé cuál fue el detonante, o si realmente había tenido juicio alguna vez, para empezar. Conforme empezó a hablar —la cáscara conquistada del Dragón del Fin del Estío, que no era dragón alguno, sino una frágil grúa derrotada bajo él— supe que debía dejarlo marchar… a terminar su viaje hacia la locura descontrolada.

"Panza, viejo amigo", empezó a decir, "el dragón ha caído, pero me confesó su tesoro en un susurro… un secreto tan funesto que podría salvarnos a todos". Se inclinó hacia mí y entonó con voz sosegada, como si estuviera haciendo una revelación: "El Viajero no es ningún obsequio, es una mentira… una baliza de muerte y destrucción. En su interior residen dragones que se alimentan de nuestro sufrimiento y deseos. Todos los dragones han de morir. Su cáscara ha de perforarse hasta que la yema ahogue a aquellos que veneran su engaño. Nuestra última gran conquista. La batalla definitiva de nuestra noble empresa". Entonces gritó "¡Para que perdure la Luz, el Viajero ha de perecer!".

Estaba sonriente, seguro, perturbado.

Dos días después, cayó al desafiar al Trol de la Montaña de Roca Horca. Era un simple pedrusco. No había ningún trol. Lo aplastó. Y, aunque a día de hoy todavía me suscita un gran pesar…

No lo devolví a la vida. ¿Cómo iba a hacerlo?

Su imaginación enfermiza terminaría acabando con todos nosotros.

Panza, se lamentaba por la desgraciada necesidad que lo había obligado a no devolver a la vida a su guardián.