Capítulo 6

Eres la última estrella que queda.

En sueños, te ves suspendido en una Luz brillante pero intermitente, observando un mundo medio destruido. Ves miles de trozos de ti en ese mundo, abriéndose paso con dificultad como niños, vagando por ruinas laberínticas que no comprenden.

Por un momento, sientes en tu cuerpo todo lo que ellos sienten. La euforia del éxito, el dolor del fracaso, la vela extinguida de la muerte, el jadeo del renacimiento. Lo sientes todo a la vez.

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Soy el último Orador.

Soy hijo de dos exiliados y vivo en un asentamiento, a la sombra de una montaña imponente. Somos unos trescientos y llevamos viviendo aquí casi siete años. Cuando llegamos, estábamos bajo la jurisdicción de un señor de la guerra que se llamaba Cathal. Nos ofrecía protección por un precio muy alto: requisaba un tercio de nuestras provisiones y reclutaba a casi la mitad de nuestra gente para su causa. La protección real que nos daba era limitada. Los señores de la guerra usaron nuestro valle como campo de batalla, chocando entre sí como gigantes que no podían ver las vidas con las que estaban acabando. Pero ellos sí que podían, nos veían. Solo que no les importaba.

Los Señores de Hierro echaron a Cathal hace casi un año, y hemos vivido en una cómoda independencia con poca supervisión de los alzados que nos salvaron. Nuestro pueblo votó por eso. Los Señores de Hierro nos salvaron, pero no serían muy distintos de los señores de la guerra si también quisieran gobernarnos.

Ahora estoy negociando con una de ellos, una mujer llamada Lady Efrideet.

"Eres libre de decidir lo que sea", dice. "Pero si dices que sí, tendrás una escolta armada".

Otras tres personas se sientan conmigo: nuestra alcaldesa electa, nuestro médico más experimentado y nuestro habitante más anciano. Somos las personas que el asentamiento ha elegido como representantes. A mi lado, un Espectro plateado gira su carcasa, flotando en mi hombro, mirando a Efrideet. Me ha seguido durante más de un año y aún no ha encontrado a su elegido. Es una buena compañía.

|| Ya he dado mucho de mí, pero aún doy más. Me convierto en un faro. Llamo a mis hijos para que vengan a casa. ||

"Una población consolidada como esa, todos en el mismo lugar", dice la alcaldesa. Parece cansada. Lleva casi sesenta años en el cargo. "Eso atraería a los señores de la guerra como a moscas".

"No te preocupes por los señores de la guerra", dice Efrideet, con la fría certeza de alguien que solo comprende a medias nuestra preocupación, para empezar. "Sus días están contados. Su forma de vida es incompatible con el Decreto de Hierro y...", se encoge de hombros.

Su indiferencia es poco creíble, pero creo que confío en ella. Confío en los Señores de Hierro. Nos han dado pocas razones para dudar de ellos.

"¿Cómo se gobernaría la ciudad?", pregunto.

Efrideet se vuelve a encoger de hombros. "Parece ser el tipo de cosas que sometéis a votación". Tamborilea en la mesa con los dedos, impaciente, pero solo un poco. "Nosotros solo construiremos el lugar y llevaremos a gente allí. Podemos defender las murallas, pero no vamos a dictar lo que sucede dentro de ellas. Esta es una aventura conjunta, una colaboración".

Mis compañeros intercambian miradas, sopesándolo.

Efrideet nos mira. Como la mayoría de alzados, trata de parecer impasible, una estatua. Pero, si escuchas con atención, está tratando de convencernos. Quiere esto. "Escuchad", dice. "Los que somos alzados y los que no hemos vivido en nuestros rincones separados durante demasiado tiempo. Todos somos personas. Eso es cuanto los Señores de Hierro intentamos decir. Deberíamos vivir juntos". Hace una pausa. "Hay cosas que podemos enseñarnos los unos a los otros".

Dos semanas después, una vez hemos empacado todo cuanto podemos transportar, nos vamos al lugar donde construiremos la Última Ciudad segura de la Tierra.

|| Quiero que algo crezca a mi sombra. ||