Capítulo 3

El vándalo se agacha al salir del Galeote. Tiene todos los brazos atados a la espalda, de modo que no puede taparse los ojos ante el sol brillante. Una brisa agita su capa. Hay un acantilado detrás de él y unos exuberantes jardines delante. Su carcelera no le concedería el honor de una muerte rápida, así que tendrá intención de torturarlo. Ella cree que cederá como los amantes de la carne de la Casa del Juicio. Se equivoca. Cuantas indignidades puedan ocurrírsele a ella no son nada en comparación con lo que se merece.

Con el mentón bien alto, él se imagina abriendo su armadura y poniendo los cuatro brazos en manos de su capitana. Su capitana es su madre, y ella no lo cercenará con una guadaña. Le retorcerá los brazos y se los arrancará del cuerpo como si estuviera pelando una excelente y suculenta langosta, y él se alegrará de los lentos y enfermizos chasquidos y crujidos de sus huesos. Se alegrará de la humillación. Que ande mutilado el resto de su desperdiciada vida. Que la sed de éter lo marchite como un higo yaviirsi.

"¿Qué te parece?", le pregunta su carcelera en un idioma que no entiende. Se pone junto a él y le da una palmada en el hombro. Se estremece. Es casi tan alta como él, y para ser una criatura sin garras, su agarre es fuerte y seguro.

Juntos, contemplan los jardines.

"Es un poco excesivo para mi gusto", reconoce mientras él le dirige una mirada furtiva.

El arco de su captora está sin tensar. Solo queda una flecha en el carcaj.

Es tonta.

Se gira, la hace tropezar y corre al acantilado. Ella suelta algún taco, se recupera y arremete contra él. Mientras se tira por el precipicio, piensa en la vergüenza de su madre y reza para que se olvide de él. Habría sido mejor no tener un hijo que parir a un debilucho que se dejó capturar por el enemigo.

Pero la suerte no está con él, porque ella le agarra el pie con la mano. Su casco choca contra la pared rocosa del acantilado. Un trozo de su respirador se desprende y desaparece en la bruma que se extiende más abajo. Él se revuelve, pero no puede arrastrarla consigo hacia abajo; de alguna manera, ella tira de él como si fuera un pez. En cuanto lo tiene en tierra firme, le ata los tobillos con la cuerda del arco. "Está bien", dice, tomando aliento. "Está bien". Ríe entre dientes, le da una palmadita cariñosa en el hombro y luego lo pone derecho como un saco de psakiks.

Da un paso atrás, restregándose las manos contra los pantalones. Él, el saco de psakiks más malhumorado a este lado de la Gran Máquina, la mira con el ceño fruncido, odiando sus horribles dientes cuadrados y sus dedos toscos y achaparrados. "Probemos otra vez, ¿vale?".

Sacando dos cuchillos fractales de las vainas de los muslos, hace un perfecto arco de ireliis delante de él. Atónito, se endereza. Se queda mirando.

"¿No es bueno?", pregunta, y vuelve a intentarlo.

Una furiosa confusión se apodera de él. Esto es alguna clase de truco. Una burla blasfema. "Iirsoveks", murmura el vándalo.

Ella niega con la cabeza. "Nama". Enfundando uno de sus cuchillos, estira la mano libre con los dedos extendidos en señal de súplica.

Él lleva la barbilla hacia la garganta con esta nueva traición, entrecerrando los ojos secundarios. ¡Habla!

Lentamente, sin interrumpir el contacto visual, ella pone el otro cuchillo sobre el suelo entre los dos. La hoja apunta hacia sus propias botas. Él vigila todos sus movimientos. ¿Cuántos secretos han revelado esos traidores amantes de la carne, para que esta criatura sepa hacer las paces como un servil 'skohr-ia ante su kel?

Ella repiquetea dos dedos contra la coraza. "Sjur", dice despacio, y luego apunta hacia él.

Obligado por el honor pese a estar a punto de estallar por el ultraje, responde: "Misraaks. Velask, Esi-yu-r".

"Mithrax", repite ella, y luego sonríe. "Velask, Mithrax. ¡Y bienvenido! Vamos a echar un vistazo a la zona, ¿vale?".