Capítulo 3

Ella se centra en reencarnarlo una vez más, salvo que, en esta ocasión, duda. Mira a su alrededor, asimilando la matanza que la rodea.

Rememora su llegada a esta aldea. Cómo la población lo alababa y lo colmaba de obsequios, pidiéndole que se quedara, que los defendiera, que los mantuviera a salvo.

Al principio, se mostraba reacio, pero cuanto más tiempo pasaba y más caídos mataba, más lo elogiaban. Tanta alabanza terminó por alentarlo, impaciente y adicto a las exaltaciones y regalos.

Cuanto más consumía, más se mermaban los recursos de la aldea. Lideraba expediciones para robar a otros, sin aviso alguno, sin diplomacia. Mostró su poder como uno de los alzados y exigió que lo alabaran como a un salvador. Aquellos a los que había protegido ahora morían a su cargo, pero lo veneraban aún más.

Por mucho que tratara de guiarlo de vuelta a la Luz y recordarle por qué era un elegido, él prefería escuchar las adulaciones de sus nuevos vasallos. Resurrección tras resurrección, su leyenda prosperaba mientras los muertos permanecían muertos, y se volvió más codicioso e implacable. Dejó de aprender de sus derrotas y se creyó merecedor de su inmortalidad.

Una noche de invierno, revestido con su blindaje dorado, libró una guerra en un asentamiento costero de pescadores y espiritualistas. Ningún hombre, mujer ni niño logró sobrevivir. Enajenados por la fácil victoria, él y sus seguidores se prepararon ansiosos para otra batalla contra los caídos que habían estado espiándolos hacía unas lunas. Fue una masacre para ambos. Y tan solo él, uno de los alzados, logró salir airoso.

Aparta la mirada de la carnicería humana a su alrededor. Mira hacia su elegido. Su armadura dorada, salpicada de sangre de sus víctimas y aduladores por igual, sigue reflejando la luz de su único ojo.

Él tomó su decisión. Eso mismo hará ella.

Entonces, aparta la mirada lejos de él, lejos de ella misma, y vuela hacia el este hacia la luz ascendente.