Capítulo 3

Estas son las reglas de un juego que se desarrolla en una cuadrícula bidimensional infinita de flores.

Regla número uno. Una flor viva con menos de dos vecinas vivas se corta. Muere.

Regla número dos. Una flor viva con dos o tres vecinas vivas está conectada. Sobrevive.

Regla número tres. Una flor viva con más de tres vecinas vivas no tiene espacio ni alimento suficientes. Muere.

Regla número cuatro. Una flor muerta con tres vecinas vivas renace. Vuelve a la vida.

La única jugada permitida en el juego es la disposición de las flores iniciales.

Este juego fascina a los reyes. Entretiene incluso a los emperadores del pensamiento. Aunque solo tiene cuatro reglas y el tablero es una cuadrícula sin adornos, en él se pueden encontrar bloques inmutables, estoicos como el hierro, y balizas y púlsares que giran rápidamente, planeadores que viajan hacia el infinito y estructuras que ponen huevos y generan otras estructuras, así como células vivas que se autorreplican. En él se puede construir un computador universal con potencia para simular, muy lentamente, cualquier otro computador imaginable y, de esta manera, realidades enteras, incluidas copias anidadas del juego de las flores. Y el juego es indecidible. Nadie puede predecir exactamente cómo se desarrollará, excepto jugándolo.

Y, aun así, este juego no es nada comparado con el del jardinero y el cribador. Se parecen como una semilla se parece a una flor. No, como una semilla se parece a la estrella que alimentó a la flor y a toda la vida que la creó.

En su juego, el jardinero y el cribador descubrieron formas de posibilidad. Anticiparon cuerpos y civilizaciones, mentes y cogniciones, qualia y sufrimiento. Aprendieron las reglas que controlaban los patrones que florecían en el juego y los que menguaban.

Aprendieron las reglas porque ellos eran las reglas.

Y, con el tiempo, el jardinero cayó en la frustración.