Capítulo 2

Cuando cayó la noche en la frontera de la Costa Enredada, el equipo de rescate montó su asentamiento en un círculo alrededor del queche abatido. Los escorias establecieron a regañadientes puestos de guardia en los miradores, junto al campamento. Cuadraron los turnos de los centinelas nocturnos y los aguijones hechos de chatarra empezaron a orbitar alrededor de la zona en modo alarma.

A Savek le hervía la sangre mientras ella y los demás escorias cavaban sus puestos de guardia. Tomaban esas precauciones para evitar que los competidores intentaran reclamar lo que ellos habían venido a buscar, pero, hasta ahora, no había sido más que una pérdida de tiempo. El silencio absoluto delataría cualquier barracuda que se acercara.

Una vez establecido el campamento, cada miembro de la tripulación recibió una ración de éter proporcional a su puesto. Savek intentó no sucumbir al hambre mientras veía a Kosis inhalar tres raciones enteras de la esencia vivificante, más del doble de su parte. La Araña les había dado solo dos tanques, en parte como medida de ahorro y en parte como incentivo para trabajar más rápido.

A medianoche, un compañero despertó a Savek de su profundo sueño. "Llegas tarde. Puesto noroeste. Turno de dos ciclos", murmuró la escoria. Savek chasqueó las mandíbulas con irritación y se encaminó hacia el crepúsculo violeta de la Costa.

Savek estaba asentada en su refugio, en la cima de una duna, esforzándose por no quedarse dormida, cuando escuchó un leve susurro. Una llamada urgente y familiar que procedía del lado más alejado de la duna, lejos del campamento. Savek se levantó de un salto. Quizá alguno de sus compañeros se haya perdido. O quizá, pensó subversivamente, alguien haya robado una ración de éter y necesite un cómplice. Pensar en esta última posibilidad la llevó a escabullirse duna abajo.

Cuando llegó al final, no había nadie, pero el susurro persistía, estruendoso como una explosión y suave como una caricia. Provenía de una cueva en la roca cuyo tamaño no sería mayor que el de un sirviente.

Savek sacó su pistola de choque oxidada, encendió la linterna y se asomó a la cueva. Allí la vio: una pequeña torre negra emergiendo delicadamente de la tierra, como un bebé envuelto en mantas.