Dejó que sus captores lo arrastraran por el suelo.

Le dolían los brazos. Dos manos se cerraron alrededor de cada bíceps como bandas de hierro. Se desplomó y las puntas de sus arañadas botas chocaron con las piedras y dejaron rastros en el polvo. Mantuvo la mirada baja. Una capa manchada y andrajosa ocultaba su rostro. No estaba acostumbrado a esa posición.

Lo degradaron. Lo humillaron. Se mordió el interior de la mejilla hasta que la boca se le llenó de sangre. Luchó por no resistirse.

Necesitaba que creyesen que se había dado por vencido. No era una amenaza.

Era el único modo de que lo llevasen ante su kell.

Había pasado semanas trabajando en la ilusión que había llevado a los caídos hasta él. Había dejado rastros donde sabía que los encontrarían. Viajó de planeta en planeta: Marte, luego Venus y luego Mercurio, y vuelta a empezar, siguiendo rumores y susurros. Se escondió de los guardianes, de su propia gente. Dejó que todo lo que habían construido se viniera abajo y que los que todavía le eran leales buscasen en cada centímetro de este sistema olvidado.

Era el momento de dejar de buscar y comenzar a construir.

Necesitaría soldados que respondieran ante él, y ante nadie más. Cuerpos a los que dar forma con voluntad, magia y tecnología según sus necesidades. Esos servirían.

Pensó que lo llevarían a un queche. Pero estaban bajo tierra. No cerca del Cosmódromo, pero... daba igual. Nunca le había importado mucho la geografía de este maldito mundo. No era su hogar.

Así que inclinó la cabeza y escuchó la gutural serie de seseos y chasquidos que surgía de las fauces de un futuro rey que vestía de amarillo. Un gobernante roto de una casa rota, y el último de su clase.

Eran más parecidos de lo que le habría gustado admitir.

Cuando la ira de la criatura se consumió, alzó los ojos para mirarla. No necesitaba hablar.

Un kell se alza, otro hinca la rodilla.

Y el príncipe sintió un pequeño zumbido de luz estelar que lo atravesaba. El que le permitía saber que ella estaría complacida con lo que había hecho.