Perún estaba de pie, en el desfiladero junto a una pendiente estrecha. Todavía no había amanecido y el valle estaba cubierto de niebla.

"Quizá no venga". Las palabras vinieron de una mujer delgada junto a Perún, la alcaldesa de los escombros a los que se asomaban. "No queríamos a los lobos aquí. Lord Segoth ya no sabe".

Como respuesta, Perún señaló al valle. Había aparecido una luz roja.

La alcaldesa profirió un grito. "Segoth nos matará a todos. O peor todavía: nos entregará a los caídos".

Perún negó con la cabeza. "Nada de eso".

La alcandesa miró a Perún y a los dos titanes que estaban junto a ella. Luego, se dio la vuelta y corrió hacia la aldea.

Las luces rojas se hacían más grandes; el sonido de las Barracudas llenó el aire.

"Nueve de ellos", dijo Saladino.

"Nueve, novecientos... sean los que sean solo pueden atravesar el paso de tres en tres". Se crujió los nudillos. "Presas fáciles".

Radegast la miró. "Las carreteras norte y sur no tienen defensas. Si cambian de rumbo..."

"No cambiarán".

"¿Cómo lo sabes?".

"Se trata de hacer que la gente tenga miedo. De Segoth y de nosotros. Ver a sus matones, saber que vienen a derramar sangre... El miedo es parte del castigo. Pero él no cree que sigamos aquí. Por eso coge la carretera del oeste, porque es la más directa".

Radegast frunció el ceño. "Entonces es hora de darle una lección a Segoth".

"No solo a él", puntualizó Perún. Señaló las ruinas a sus espaldas. Había caras atentas asomadas en las ventanas y alrededor de las lonas. "Tenemos que hacerlo por ellos".

Recogieron sus pesados escudos metálicos. Cada uno de ellos sostenía un fusil envuelto en tela y cota de malla.

Ahora podían ver el rostro de los conductores de las Barracudas, en el resplandor del amanecer. Un hombre ataviado con una túnica roja se avanzó con su Barracuda y frenó en seco.

"Vaya, vaya", dijo Segoth. "Los Lobos de Hierro".

"Ahórrate tus insultos", respondió Saladino.

Perún lo miró sorprendida. "¿Eso es un insulto? A mí me gustan los lobos".

"Hasta siempre, lobos", se burló Segoth. "Esa gente es mía".

"Te equivocas", replicó tajante Radegast. "Abusas de los poderes que el Viajero nos ha confiado".

Segoth rio y se encogió de hombros.

"¡Escudos activados!" Perún gritó.

Un granizo de balas impactó contra sus escudos. Perún, Radegast y Saladino se deslizaron hacia el camino polvoriento. Clavaron los talones en la tierra y sus escudos resistieron el ataque.

"¡Disparad!".

Atrapados en el estrecho camino, Segoth y sus guerreros fueron cayendo uno por uno.

Perún, Radegast y Saladino recargaron sus armas. Segoth ya había revivido y su Espectro resplandecía a su lado. Disparó de forma salvaje y una bala acertó en la cabeza de Radegast.

"¡Le he dado!". Perún gritó mientras Radegast caía sobre sus rodillas.

"¡Te cubro!". Saladino revivió.

Los tres murieron muchas veces más que ninguno de los hombres de Segoth. Pero, cuando uno caía, otro cubría al resto hasta que todos volvían a estar en pie. La barrera de escudos resistió. No cedieron ni un centímetro.

Al fin, con la túnica chamuscada, Segoth hizo un gesto a sus hombres y se retiraron.

"¡Lobos de Hierro!", gritó mientras sus guerreros se dispersaban y resonaban los vítores y aplausos de la gente en las ruinas plateadas. "¡Mataré a todos los que te hayan protegido alguna vez!".

Como respuesta, Perún le disparó de nuevo.