El noble hombre se puso de pie. Y la gente lo admiraba. Era un faro de esperanza, si bien seguía siendo solo un hombre. Y era en aquella verdad donde se hallaba la mayor promesa: si un hombre podía enfrentarse a la noche, también podían hacerlo otros, o todos.

En su diestra, el hombre portaba una rosa y su aura brillaba resplandeciente.

Cuando el hombre reanudaba su camino, la gente no lo olvidaba. Allí por donde pasaba la esperanza se extendía. Pero el hombre escondía un temor secreto. Sus pensamientos eran oscuros. Una tristeza amenazaba con salir de las entrañas de su ser. Había sido un héroe durante tanto tiempo que el orgullo le había llevado al sendero del pesar.

Poco a poco, el susurro de las sombras se convirtió en una voz, una lóbrega llamada que ofreció la suficiente gloria como para hacer divagar la Luz más ardiente. Él sabía que se estaba apagando, pero anhelaba gloria.

En su último día, se sentó a ver la puesta de sol. Sus últimos pensamientos, todavía puro de cuerpo y mente, se aferraron a la fugaz esperanza de que el mundo lo recordaría por quien había sido y no por el sufrimiento que iba a causar.

Así, el hombre honorable se ocultó tras una oscuridad que ninguna carne jamás debería tocar y abandonó su parte mortal para reclamar su derecho natural. Si fue por elección propia o un capricho de la fortuna es una verdad que solo conoce el destino.

En el cálido aire de aquel anochecer, mientras la noche devoraba el crepúsculo, el noble hombre dejó de existir. En su lugar se alzó otro hombre.

La misma carne. El mismo hueso. Pero un hombre muy diferente.

El primero y último de su linaje. El único ancestro y descendiente del nombre de Yor.

En sus primeros instantes como individuo nuevo, el hombre contempló su rosa y por primera vez se dio cuenta de que no tenía pétalos: solo el punzante propósito de las espinas rabiosas.