Más allá.

Hay un lugar, un lugar que transmite sombras y emociones.

Sé que es un lugar real.

Hay un sol azul cálido. Y otros soles también. ¿Cinco? O mejor dicho, siete. Lo que recuerdo es una estrella gigante con una familia de seis soles menores, y uno podría pasarse días y noches contando todos los planetas que giran en torno a esos soles... pero ya no hay planetas. Ya no. Las fuerzas al mando han vaciado todos los mundos y, por si no bastara, hasta una o dos enanas marrones. Con los escombros, se han fabricado un recinto cuya creativa topología —una deformación del espacio-tiempo a puerta cerrada— solo admite a aquellos que conozcan las palabras mágicas. Han pulido los huesos de cientos de planetas, a modo de hermosas y pulidas superficies, y con ellos han construido habitáculos enormes. Suelos del tamaño de diez mil mundos que captan la gloria de los siete soles. Para obtener luz y alimento. Para obtener belleza. Y nada se escapa. Ni el calor ni la gravedad. Ni el más tenue sonido de orgullo.

Podría estar en cualquier lado. Puede vivir en el frío entre las galaxias, o plegado dentro de la materia, al alcance de la mano en este mismo instante...

Lo recuerdo y espero que sea exactamente como lo he descrito. Siete soles envueltos de magia. O quizá sea otra cosa completamente. Un lugar fecundo de vida. Una muchedumbre de almas conscientes, algunas decentes pero otras de menor calidad, donde todo el mundo espera o flota por ahí, o rebota entre dimensiones. El hecho es que los residentes de este reino oculto viven dentro de una botella escondida con tal perfección que no logran ver más allá de sus confines. Lo que define sus mentes en modos muy concretos.

«Más allá» es el nombre que le dan al dudoso y misterioso reino que no alcanzan a ver.

Que somos nosotros, por supuesto.